Una historia sobre la humildad
Enseñar a pensar
El mundo académico se nutre de la circulación libre
de información. Cada uno aporta (literalmente) un
granito de arena, y así se hace cada ladrillo. A
veces viene un Newton, un Einstein, un Bohr, un
Mendel, y trae él solo treinta ladrillos, pero en
general es así: granito a granito.
ANÓNIMO
Miguel Herrera fue un gran matemático argentino, director de muchas tesis doctorales, en la Argentina y también en el exterior.
Lamentablemente, falleció muy joven. Herrera se graduó en Buenos Aires y vivió muchos
años en Francia y los Estados Unidos, para luego retornar al país, donde permaneció hasta su muerte. Quiero aprovechar para contar una anécdota que viví con él y que me sirvió para toda la vida.
años en Francia y los Estados Unidos, para luego retornar al país, donde permaneció hasta su muerte. Quiero aprovechar para contar una anécdota que viví con él y que me sirvió para toda la vida.
Luego de graduarme como licenciado (a fines de 1969), estuve por unos años fuera de la facultad trabajando exclusivamente como periodista. Una noche, en Alemania, más
precisamente en Sindelfingen, donde estaba concentrado el seleccionado argentino de
fútbol, comenté con algunos amigos que al regresar al país intentaría volver a la facultad para saldar una deuda que tenía (conmigo): quería doctorarme. Quería volver a estudiar para completar una tarea que, sin la tesis, quedaría inconclusa. Era un gran desafío, pero valía la pena intentarlo. Dejé por un tiempo mi carrera como periodista y me dediqué de lleno a la investigación y a la docencia en matemática.
Luego de un concurso, obtuve un cargo como ayudante de primera con dedicación exclusiva,y elegí como tutor de tesis doctoral a Ángel Larotonda, quien había sido mi director de tesis de licenciatura. “Pucho” (así le decíamos a Larotonda) tenía muchísimos alumnos que buscaban doctorarse. Entre tantos, recuerdo los nombres de Miguel Ángel López, Ricardo Noriega, Patricia Fauring, Flora Gutiérrez, Néstor Búcari, Eduardo Antín, Gustavo Corach y Bibiana Russo.
Doctorarse no era fácil. Requería (y requiere) no sólo aprobar un grupo de materias sino, además, escribir un trabajo original y someterlo al referato de un grupo de matemáticos para su evaluación. La tarea del tutor es esencial en ese proyecto, no sólo por la guía que representa, sino porque lo habitual es que sea él (o ella) quien sugiera al aspirante el problema a investigar y, eventualmente, resolver.
La situación que se generó con Pucho es que éramos muchos, y era muy difícil que tuviera tantos problemas para resolver, y que pudiera compartirlos con tantos aspirantes. Recuerdo ahora que cada uno necesitaba un problema para sí. Es decir que cada uno debía trabajar con su problema. La especialidad era Topología Diferencial. cursábamos materias juntos, estudiábamos juntos, pero los problemas no aparecían.
Algo nos motivó a tres de los estudiantes (Búcari, Antín y yo) a querer cambiar de tutor. No se trataba de ofender a Larotonda, sino de buscar un camino por otro lado. Noriega ya había optado por trabajar con el increíble Luis Santaló y nosotros, empujados y estimulados por lo que había hecho Ricardo, decidimos cambiar también. Pero ¿a quién recurrir? ¿Quién tendría problemas para compartir? ¿Y en qué áreas? Porque, más allá de que alguien quiera y posea problemas para sus estudiantes, también importa el tema: no todos son igualmente atractivos, y cada uno tenía sus inclinaciones particulares, sus propios gustos.
Sin embargo, estábamos dispuestos a empezar de cero, si lográbamos que alguien nos
sedujera. Así fue como apareció en nuestras vidas Miguel Herrera, quien recién había vuelto al país después de pasar algunos años como investigador en Francia. Reconocido
internacionalmente por su trabajo en Análisis Complejo, sus contribuciones habían sido altamente festejadas en su área. Miguel había formado parte del grupo de matemáticos argentinos que emigraron luego del golpe militar que encabezó Juan Carlos Onganía en 1966, y se fue inmediatamente después de la noche infame de “los bastones largos”. Sin embargo, volvió al país en otro momento terrible, porque coincidía con otro golpe militar, esta vez el más feroz de nuestra historia, que sometió a la Argentina al peor holocausto del que se tenga memoria.
Sin embargo, estábamos dispuestos a empezar de cero, si lográbamos que alguien nos
sedujera. Así fue como apareció en nuestras vidas Miguel Herrera, quien recién había vuelto al país después de pasar algunos años como investigador en Francia. Reconocido
internacionalmente por su trabajo en Análisis Complejo, sus contribuciones habían sido altamente festejadas en su área. Miguel había formado parte del grupo de matemáticos argentinos que emigraron luego del golpe militar que encabezó Juan Carlos Onganía en 1966, y se fue inmediatamente después de la noche infame de “los bastones largos”. Sin embargo, volvió al país en otro momento terrible, porque coincidía con otro golpe militar, esta vez el más feroz de nuestra historia, que sometió a la Argentina al peor holocausto del que se tenga memoria.
Pero vuelvo a Herrera: su retorno era una oportunidad para nosotros. Recién había llegado y todavía no tenía alumnos. Lo fuimos a ver a su flamante oficina y le explicamos nuestra situación. Miguel nos escuchó con atención y, típico en él, dijo: “¿Y por qué no se van al exterior? ¿Por qué se quieren quedar acá con todo lo que está pasando? Yo puedo recomendarlos a distintas universidades, tanto en Francia como en los Estados Unidos. Creo que les conviene irse”.
Me parece que fui yo el que le dijo: “Miguel, nosotros estamos acá y no nos vamos a ir del país en este momento. Queremos preguntarte si tenés problemas que quieras compartir con nosotros, para poder doctorarnos en el futuro. Sabemos muy poco del tema en el que sos especialista, pero estamos dispuestos a estudiar. Y en cuanto a tu asesoramiento y tutoría, hacé de cuenta que somos tres alumnos franceses, que llegamos a tu oficina en la Universidad de París y te ofrecemos que seas nuestro director de tesis. ¿Qué nos vas a contestar? ¿Váyanse de París?”.
Herrera era el profesor titular de Análisis Complejo. Al poco tiempo, Antín, en su afán de convertirse en crítico de cine y árbitro de fútbol (entre otras cosas), decidió bajarse del proyecto, pero Néstor Búcari (a partir de aquí “Quiquín”, su sobrenombre) y yo fuimos nombrados asistentes de Herrera y jefes de trabajos prácticos en la materia que dictaba. Si uno quiere aprender algo, tiene que comprometerse a enseñarlo… Ése fue nuestro primer contacto con nuestro director de tesis. Empezamos por el principio. La mejor manera de recordar lo que habíamos hecho cuando tuvimos que cursar Análisis Complejo (y aprobarla, claro) era tener que enseñarla. Y así lo hicimos.
Pero Quiquín y yo queríamos saber cuál sería el trabajo de la tesis, el problema que
deberíamos resolver, Herrera, paciente, nos decía que no estábamos aún en condiciones de entender el enunciado, y ni hablar de tratar de resolverlo. Pero nosotros, que veníamos de la experiencia con Pucho, y nunca lográbamos que nos diera el problema, queríamos saber.
Un día, mientras tomábamos un café, Herrera abrió un libro escrito por él, nos mostró una fórmula y nos dijo: “Éste es el primer problema para resolver. Hay que generalizar esta fórmula. Ése es el primer trabajo de tesis para alguno de ustedes dos”. Eso sirvió para callarnos por un buen tiempo. En realidad, nos tuvo callados por mucho tiempo. Es que salimos de la oficina donde habíamos compartido el café y nos miramos con Quiquín, porque no entendíamos nada. Después de haber esperado tanto, de haber cambiado de director, de cambiar de tema, de especialidad, de todo, teníamos el problema, sí… pero no entendíamos ni siquiera el enunciado. No sabíamos ni entendíamos lo que teníamos que hacer.
Ésa fue una lección. El objetivo entonces fue hacer lo posible, estudiar todo lo posible para entender el problema. Claro, Herrera no nos dejaría solos. No sólo éramos sus asistentes en la materia para la licenciatura que dictaba sino que, además, nos proveía de material constantemente. Nos traía papers escritos por él o por otros especialistas en el tema, y trataba de que empezáramos a acostumbrarnos a la terminología, al lenguaje, al tipo de soluciones que ya había para otros problemas similares.
En definitiva, empezamos a meternos en el submundo del Análisis Complejo. Por un lado, dábamos clases y aprendíamos casi a la par de los alumnos. Resolvíamos las prácticas y leíamos tanto como podíamos sobre el tema. Además avanzábamos por otro lado, e íbamos acumulando información al paso que él nos indicaba.
Quiquín fue un compañero fabuloso. Dotado de un talento natural, veía todo mucho antes que yo, y fue una guía imposible de reemplazar. Yo, menos preparado, con menos facilidad, necesitaba de la constancia y la regularidad. Y ése era y fue mi aporte a nuestro trabajo en conjunto: él ponía el talento y la creatividad; yo, la constancia y la disciplina. Todos los días, nos encontrábamos a las ocho de la mañana. No había días de frío, ni de lluvia, ni de calor, ni de resaca de la noche anterior: ¡teníamos que estar a las ocho de la mañana sentados en nuestra oficina, listos para trabajar! Para mí, que tenía auto, era mucho más fácil. Quiquín venía de más lejos y tomaba uno y, a veces, dos colectivos. Lo que siempre nos motivaba y nos impulsaba era que a las ocho, cuando recién nos habíamos acomodado, alguien golpeaba sistemáticamente a la puerta. Miguel venía todos los días a la facultad a ver qué habíamos hecho el día anterior: qué dificultades habíamos encontrado, qué necesitábamos. Así construimos una relación cotidiana que nos sirvió para enfrentar muchas situaciones complicadas y momentos de dificultad en los que no entendíamos, no nos salía nada y no podíamos avanzar.
Encontrarnos todos los días, siempre, sin excepciones, nos permitió construir una red entre los tres que nos sirvió de apoyo en todos esos momentos de frustración y fastidio. El problema estaba ahí. Ya no había que preguntarle más nada a Herrera. Era nuestra responsabilidad estudiar, leer, investigar, preocuparnos para tratar de entender. Con Quiquín siempre confiamos en Miguel, y él se ganó nuestro reconocimiento no por la prepotencia de su prestigio, sino por la prepotencia de su trabajo y su constancia. Miguel estuvo ahí todos los días.
Una mañana, de las centenares que pasamos juntos, mientras tomábamos un café, nos miramos con Quiquín y recuerdo que nos quedamos callados por un instante. Uno de los dos dijo algo que nos hizo pensar en lo mismo: ¡acabábamos de entender el enunciado! Por primera vez, y a más de un año de habérselo escuchado a Miguel, comprendíamos lo que teníamos que hacer.
De ahí en adelante, algo cambió en nuestras vidas: ¡habíamos entendido! Lo destaco especialmente porque fue un día muy feliz para los dos. Un par de meses más tarde, un día cualquiera, súbitamente creímos haber encontrado la solución a un problema que los matemáticos no podían resolver hacía ya siglos. ¡No era posible! Teníamos que estar haciendo algo mal, porque era muy poco probable que hubiéramos resuelto una situación que los expertos de todo el mundo investigaban desde tanto tiempo atrás. Era más fácil creer (y lo bien que hicimos) que estábamos haciendo algo mal o entendíamos algo en forma equivocada, antes que pensar que pasaríamos a la inmortalidad en el mundo de la matemática. ¡Pero no podíamos darnos cuenta del error! Nos despedimos esa noche, casi sin poder aguantar hasta el día siguiente, cuando llegara Miguel.
Lo necesitábamos para que nos explicara dónde estaba nuestro error. Por la mañana, Miguel golpeó a la puerta como siempre, y nos atropellamos para abrirle. Le explicamos lo que pasaba y le pedimos que nos dijera dónde nos estábamos equivocando. Entrecerró los ojos y sonriente dijo: “Muchachos, seguro que está mal”. No fue una novedad; nosotros sabíamos que tenía que estar mal. Y comenzó a explicarnos, pero nosotros le refutábamos todo lo que decía. Escribía en el pizarrón con las tizas amarillas con las que siempre nos ensuciábamos las manos, pero no había forma. Peor aún: Miguel empezó a quedarse callado, a pensar. Y se sentó en el sofá de una plaza
que había en la oficina. Tomó su libro, el libro que él había escrito, leyó una y otra vez lo que él había inventado y nos dijo, lo que para mí sería una de las frases más iluminadoras de mi vida: “No entiendo”. Y se hizo un silencio muy particular.
Lo necesitábamos para que nos explicara dónde estaba nuestro error. Por la mañana, Miguel golpeó a la puerta como siempre, y nos atropellamos para abrirle. Le explicamos lo que pasaba y le pedimos que nos dijera dónde nos estábamos equivocando. Entrecerró los ojos y sonriente dijo: “Muchachos, seguro que está mal”. No fue una novedad; nosotros sabíamos que tenía que estar mal. Y comenzó a explicarnos, pero nosotros le refutábamos todo lo que decía. Escribía en el pizarrón con las tizas amarillas con las que siempre nos ensuciábamos las manos, pero no había forma. Peor aún: Miguel empezó a quedarse callado, a pensar. Y se sentó en el sofá de una plaza
que había en la oficina. Tomó su libro, el libro que él había escrito, leyó una y otra vez lo que él había inventado y nos dijo, lo que para mí sería una de las frases más iluminadoras de mi vida: “No entiendo”. Y se hizo un silencio muy particular.
¿Cómo? ¿Miguel no entendía? ¡Pero si lo había escrito él! ¿Cómo era posible que no fuera capaz de entender lo que él mismo había pensado? Esa fue una lección que no olvidé nunca. Miguel hizo gala de una seguridad muy particular y muy profunda: podía dudar, aun de sí mismo. Ninguno de nosotros iba a dudar de su capacidad. Ninguno iba a pensar que otro había escrito lo que estaba en su libro. No. Miguel se mostraba como cualquiera de nosotros… falible. Y ésa fue la lección. ¿Qué problema hay en no entender? ¿Se había transformado acaso en una peor persona o en un burro porque no entendía? No, y eso que se daba el lujo de decir frente a sus dos alumnos y doctorandos que no entendía lo que él mismo había escrito.
Por supuesto, no hace falta decir que después de llevárselo a su oficina, y de dedicarle un par de días, Miguel encontró el error. Ni Quiquín ni yo pasamos a la fama, y él nos explicó en dónde estábamos equivocados. Con el tiempo nos doctoramos, pero eso, en este caso, es lo que menos importa. Miguel nos había dado una lección de vida, y ni siquiera lo supo ni se lo propuso. Así son los grandes.
2 comentarios:
Magnífica demostración de que la humildad te ayuda a progresar. Esto casi debiera ser una asignatura para futuros educadores, o por lo menos un cursillo. El tema sería aprender a decir a los educandos:”Disculpen, muchach@s, me he equivocado” o “Miren, muchach@s, eso no lo entiendo, no lo sé... vamos a buscarlo todos juntos”. Y, a progresar, todos!
Porque realmente “Si uno quiere aprender algo, tiene que comprometerse a enseñarlo…” y si uno quiere enseñar algo, tiene que comprometerse a seguir aprendiéndolo.
‘Aprender enseñando’ y ‘enseñar aprendiendo’son dos expresiones que, desgraciadamente y por el momento, a muchos educadores les parecen absolutamente paradójicas. ¡Cambiémoslo!
que buena reflexión Joelle, gracias, El Blogger.
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