Nos cuenta Oliver Sacks, en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el caso de los gemelos John y Michael.
Estos hermanos fueron muy famosos en los años 60 en EE. UU., siendo llevados a programas de televisión y apareciendo en numerosas revistas. El plato fuerte de sus habilidades era el decir el día de la semana de cualquier fecha que se les preguntara. Los geme-mos dicen: Díganos una fecha de los últimos o de los próximos 40.000 años, y casi al instante responden el día de la semana que fue. Otra fecha, gritan, y se repite la operación. Se puede apreciar que mueven los ojos y los fijan de un modo peculiar cuando hacen esto, como si estuviesen desplegando, o escudriñando, un paisaje interior, un calendario mental.
La memoria que tienen para los números es excepcional, y posiblemente ilimitada. Pero cuando uno pasa a examinar su capacidad de cálculo, resulta que lo hacen asombrosamente mal (no son capaces de hacer bien una resta o una suma simples).
Se los denomina «calculadores del calendario», y, sin embargo, son incapaces de calcular y carecen de las nociones más básicas de la aritmética. Pese a ello, se ha llegado a la conclusión de que realizan esta prueba con el algoritmo que se utiliza para los cálculos calendáricos (forman en su mente algoritmos inconscientemente).
En otro momento, continúa Oliver Sacks, se cayó de su mesa una caja de cerillas y su contenido se esparció por el suelo: «111», gritaron ambos simultáneamente; y luego, en un murmullo, John dijo «37». Michael repitió esto, John lo dijo por tercera vez y se paró. Conté las cerillas (me llevó un rato) y había 111.
—¿Cómo pueden contar las cerillas tan de prisa? —pregunté.
—Nosotros no contamos —dijeron—. Nosotros vimos las 111.
—Y por qué murmuraron ustedes «37» y lo repitieron tres veces? —pregunté a los gemelos.
—37,37,37—dijeron al unísono.
Su realidad es que, simplemente, habían visto el número de cerillas en un relampagueo.
Nos cuenta Oliver Sacks un tercer episodio en su estudio de los gemelos:
Estaban los hermanos sentados en un rincón, sonrientes, una sonrisa confidencial y misteriosa, una sonrisa que yo no les había visto nunca, gozando de la extraña paz y el extraño placer del que parecían disfrutar. Me acerqué silenciosamente para no molestarlos. Parecían encerrados en un singular diálogo puramente numérico. John decía un número de seis cifras. Michael escuchaba el número, asentía, sonreía y parecía saborearlo. Luego él decía a su vez otro número de seis cifras, y entonces John era el que escuchaba y lo consideraba muy detenidamente. Al principio parecían dos entendídos en vinos que estuviesen saboreando caldos diversos, compartiendo sabores exóticos, valoraciones exóticas. Me senté allí en silencio, sin que me viesen, hipnotizado, desconcertado.
Había tal seriedad y concentración en los gemelos, por lo general excitados y distraídos, que me limité a anotar los números con los que estaban jugando y que les procuraban un gozo que saboreaban en comunión.
Llegué a mi casa, prosigue Sacks, y busqué tablas de potencias, factores, logaritmos y números primos, recuerdos y reliquias de un periodo extraño y aislado de mi propia infancia en que yo también fui una especie de rumiador de números, un «vidente» numérico, y sentí una pasión extraña por los números. Yo ya tenía una hipótesis, y con esas tablas pude confirmarla. Todos los números, los números de seis cifras que los gemelos habían estado intercambiándose eran primos (números que solo pueden dividirse por sí mismos y por la unidad). ¿Habían tenido los gemelos acceso a algún libro como el mío y se habían memorizado los números primos, o estaban, de algún modo inconcebible «viendo», por sí solos, números primos, de forma parecida a como habían visto las 111 cerillas? Desde luego, no podían calcularlos, ya que eran absolutamente incapaces de calcular.
Volví al pabellón al día siguiente, llevaba conmigo el valioso libro de números primos. Los gemelos estaban encerrados en su comunión numérica, como el día anterior, sin decir nada, me uní a ellos. Al principio mostraron recelo, pero al ver que no decía nada, reanudaron su «juego» de primos de seis cifras.
Al cabo de unos minutos decidí incorporarme al juego, aventuré un número, un primo de ocho cifras (evidentemente, lo había memorizado previamente). Se giraron los dos hacia mí, luego se quedaron silenciosos e inmóviles, con una expresión de absoluta concentración. Hubo una larga pausa (de casi un minuto) y luego súbita y simultáneamente sonrieron los dos.
Habían visto de pronto, tras un proceso interno incompresible, que mi número de ocho cifras era un número primo, y esto les produjo claramente una gran alegría, una alegría doble; primero porque yo había introducido un elemento nuevo de juego, un primo de ocho cifras, de un orden con el que no se habían encontrado hasta entonces; y, en segundo lugar, porque era evidente que yo me había dado cuenta de lo que estaban haciendo, me había gustado, me había causado admiración, y me había unido al juego.
Se apartaron un poco, para dejarme sitio, un jugador nuevo, un tercero en su mundo. Después, John se pasó un rato pensando y formuló un número de nueve cifras; Michael replicó con otro número de nueve cifras. Yo, por mi parte, y tras echar un vistazo subrepticio al libro, añadí mi propia aportación un tanto deshonesta, y pronuncié un número de 10 cifras.
Volvieron a quedarse callados un buen rato, inmóviles, atónitos; y luego John, tras una profunda meditación, formuló un número de 12 cifras. Yo no tenía ningún medio de comprobarlo y no pude responder, pues mi libro de primos no recogía más números de 10 cifras. Pero Michael sí, aunque debió tardar cinco minutos..., y al cabo de una hora los gemelos estaban intercambiando números primos de hasta 20 cifras, o eso supongo que eran, ya que no tenía ningún medio de comprobarlo.
Los gemelos no habían memorizado ninguno de estos números y, sin embargo, conseguían «calcular» sin saber calcular. Tienen una sensibilidad asombrosa para los números, no son calculadores propiamente dichos porque desconocen el propio arte de calcular, quizá ni les interese saberlo. Su enfoque de los números es «icó-nico», conjuran extrañas escenas de números, habitan entre ellas; vagan libremente por grandes paisajes de números; crean, dramatúr-gicamente, todo un mundo constituido por números. Tienen una imaginación singularísima, y de esta forma pueden imaginar números. Ven los números como un enorme paisaje natural. Ven los números como sus amigos, sus aliados, dentro de su mundo autístico. Ni siquiera se les puede llamar calculadores porque no calculan, viven en un mundo armónico y esa armonía la dan los números. No les interesa ni el brillo de las estrellas ni el corazón del hombre. Y, sin embargo, los números son para ellos, concluye Oliver Sacks, no «solo» números, sino significaciones, significadores cuyo significando es el mundo.
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