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Pienso en MATEMÁTICAS ..... pero NO sólo en esto

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Bernoulli .....

Entre una roca y una dura vida

El destino tiene más recursos que el autor de ficción más imaginativo

frank frankfort moore

Al volar la paloma mensajera por encima de las casas, Daniel Ber­noulli, de 34 años, se detuvo a observar. Qué maravilloso sería volar, pensaba, y con qué rapidez era capaz de desplazarse un pá­jaro de aquí a allí; su propio regreso a casa desde Rusia le había costado dos meses enteros viajando en una diligencia tirada por caballos.

Al volverse y empezar a recoger el correo, el corazón de Bernoulli se aceleró al ver una carta procedente de París; supuso que, sin duda, contendría los resultados del concurso. Lo raro era que iba dirigida a él y a su padre Johann; los dos habían participado en la competición pero con ensayos diferentes.

Todos los años, la Academia de las Ciencias francesa retaba al pú­blico a resolver un problema técnico de cierta importancia. No era el úni­co concurso de ese tipo (en diversos países europeos había instituciones científicas que hacían lo propio) pero sí era uno de los más antiguos y prestigiosos del mundo. Durante los anteriores sesenta y ocho años, des­de su fundación en 1666 por el rey Luis XIV, docenas de ingenieros, ma­temáticos y legos en la materia habían rivalizado por el prestigio y el di­nero que eran el premio del ganador.

Hasta ese momento, el joven Bernoulli había participado en el con­curso un total de cuatro veces y ya había ganado una. Estaba bien dota­do en todos los aspectos de la matemática pero le gustaba especialmen­te abordar problemas relacionados con fluidos. Desde un punto de vista científico, los fluidos no abarcaban solamente todo tipo de líquidos sino también los gases y cualquier otro material flexible que no fuera com­pletamente sólido.

Los fluidos fascinaban al matemático que había en Bernoulli porque eran suficientemente complicados como para ofrecer un reto y suficien­temente sencillos como para ser escrutables. Además los fluidos forma­ban tal parte de la vida cotidiana que parecía útil y relevante estudiar su comportamiento... y parecía que era buen momento para hacerlo.

En el siglo XVIII, Isaac Newton había descrito con éxito el comporta­miento de los objetos sólidos. Y en el siglo XIX los científicos descubri­rían las leyes de la genética, de la evolución y de la psicología que re­gían la actividad de los seres humanos. En medio de esos dos siglos, quedaba el siglo de Bernoulli, una época destinada a ser de los fluidos cuya complejidad estaba a medio camino entre la roca sólida y la exis­tencia humana.

Bernoulli siempre había soñado con convertirse en el Newton de su época, con ser el primero en descubrir las leyes que gobernaban el mo­vimiento de los fluidos. A eso se debía que, con el paso de los años, se hubiera propuesto participar en el concurso de la Academia francesa siempre que tratara un problema de fluidos: era una oportunidad valiosí­sima de ejercitarse y de mostrar sus precoces talentos.

En ese momento, al abrir el sobre, suspiró profundamente: acababa de regresar a Basilea después de haber pasado ocho años en la Acade­mia de las Ciencias rusa. Qué buen regalo de vuelta a casa seria que le declaran ganador de aquel año.

Después de sacar la carta del sobre, Bernoulli la desplegó y empezó a leerla. Se trataba, como había sospechado, del anuncio de los resulta­dos del concurso de ese año, pero lo que vio le dejó boquiabierto.

Durante el resto de la tarde, el joven aguardó impacientemente la lle­gada de su padre. Había decidido no buscarle en la universidad sabien­do como sabía que el famoso profesor Johann Bernoulli solía enfadarse con cualquiera que osara perturbarle mientras trabajaba.

Cuando esa noche llegó su padre, el joven Bernoulli le saludó con la carta, sin decir ni palabra de lo que contenía. Con curiosidad, el profe­sor de cara adusta cogió la carta y leyó por sí mismo que la Academia había decidido conceder el primer premio de ese año al padre y al hijo. El joven Bernoulli, que ya no podía contener más su excitación, su­puso que en seguida padre e hijo se abrazarían con regocijo; pero no. En cuestión de segundos el joven Bernoulli se dio cuenta de que algo raro pasaba.

Su padre reaccionó no con un grito de júbilo sino con un silencio ca­rente de alegría. Y, lo peor de todo, una vez que terminó de leerla, ami­gó la carta con la mano y miró furibundo a su hijo, soltando un borbo­tón de terribles acusaciones.

Al principio, Bernoulli se vio paralizado por la confusión. Pero lue­go empezó a comprender lentamente la razón de tan horroroso giro de los acontecimientos.

Bernoulli padre, que hacía años había introducido a su hijo en las matemáticas y le había enseñado muchas de las ideas y técnicas básicas que subyacían a los respectivos ensayos premiados, estaba enfurecido al comprobar que al joven se le consideraba ahora como si estuviera a su misma altura. Acusaba a la Academia de no distinguir al maestro del discípulo y se mofaba de que su hijo no reconociera adecuadamente su valía.

Conforme se intensificaba la ira de su padre, también Bernoulli fue enfadándose. Habiendo pasado lejos de casa los últimos ocho años no sólo había practicado y perfeccionado las ideas y las técnicas que su pa­dre le había enseñado en primer lugar, sino que también él las había acre­centado a su manera, sin ayuda de nadie.

Era como si hubiera aprendido de su padre el manejo de la maqui­naria agrícola para luego, por sí solo, ponerse a arar y a sembrar su pro­pio campo; ahora, como no podía ser menos, estaba cosechando la re­compensa a su propio esfuerzo, a su propia habilidad. Y aún más: ¡el joven le espetó sin recato que su ensayo era mejor!

Conforme caía la noche y la ciudad se aquietaba, aumentaban los odiosos ruidos que salían de casa de los Bernoulli. Los dos hombres se chillaban, dándose la oportunidad de ventilar viejas y reprimidas renci­llas. Cuando aquel amargo enfrentamiento llegó a su clímax, la disputa originaria por el premio de la Academia ya había quedado sepultada des­de hacía un buen rato por las apasionadas quejas sobre la falta de respe­to filial y la envidia paterna.

Finalmente, el mayor de los Bernoulli exigió que su desagradecido retoño abandonara la casa, gritando que no podía soportar vivir con ta­maño bellaco. Bernoulli, en medio de aquella tensión creciente, había te­mido que se llegara a eso. En ese momento, al oír como le expulsaban, lamentó muchas de las cosas que le había dicho a su padre.

El joven Bernoulli siempre se había mostrado orgulloso de descen­der de una familia de distinguidos matemáticos. Era hijo de un hombre al que se consideraba, sin duda, el más renombrado matemático vivo y sobrino de otro matemático de parecida fama. De hecho, los Bernoulli llevaban dominando las matemáticas los últimos cincuenta años, algo que nunca se había visto y quizá nunca volvería a verse.

A Bernoulli le entristeció que aquel viejo árbol familiar de repente no fuera un refugio demasiado bueno; temía verse apartado de sus raíces, puede que para siempre. Sin embargo, seguía estando demasiado furioso como para disculparse o para dormir bajo el mismo techo que aquel hom­bre al que llevaba tanto tiempo admirando pero del que ahora recelaba.

Tardó menos de una hora en recoger sus pertenencias, y al salir por la puerta se detuvo para mirar atrás. Allí había nacido y echaría de me­nos vivir allí... y a decir verdad, echaría de menos las animadas conver­saciones que había tenido últimamente con su padre sobre las últimas teorías relativas a los fluidos.

En ese momento más que nunca, el trabajo con los fluidos parecía mucho más atractivo para Bernoulli que el trato con la gente. Por lo me­nos, con los fluidos había cierta esperanza de que se comportaran de ma­nera predecible. Por el contrario, el comportamiento de las personas pa­recía irremediablemente insondable; por ejemplo, pensó Bernoulli encogiéndose de hombros ¿quién podría haber predicho lo que había ocurrido esa noche?

Mientras el joven salía a la fresca oscuridad del otoño, se preguntó dónde pasaría la noche. Lamentablemente, para Bernoulli era sólo el principio de lo que sería un continuo y trágico declive en su suerte per­sonal, aunque no terminaría en la ruina total.

En el curso de su vida, el joven matemático iba a encontrar una ecua­ción mágica que revelaría el secreto del vuelo. Como consecuencia, su reputación científica se elevaría... lo mismo que la mente, el cuerpo y el espíritu de la especie humana.

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